
FIESTA DE ATARDECER
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Me asomé a la ventana vespertina
y pude admirar de Dios, sus maravillas.
¡Oh! vengan a cantarme en arrullo
danzantes aves, mecidas por la brisa,
y rozagantes rosas aún en capullo.
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Cual coro de ángeles los pajaritos
hermanados con mi alma
llegan vestidos de coloridas plumas
y engalanan con su trino y calma
las horas de esta tarde pura.
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Beben los pájaros las gotas
que descienden cristalinas
de las ramas y las hojas;
oh, dulce lluvia mansa
que te cuelas en la brizna.
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Es como un sueño jamás antes soñado
el deleitarme en su diáfana hermosura.
Suavidad de terciopelo en el azul turquesa
de su plumaje anhelado;
presencia de cielo y galanura.
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Me pregunto ¿qué sería de las aves
y las rosas soberanas
si reinara la sequía,
y de las nubes no bajaran
las lluvias satinadas?
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No quiero ni pensarlo,
aunque eso puede suceder
más tarde o más temprano.
Por hoy prefiero permanecer
embelesada en el cantar de los pájaros.
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Su canto es un regalo a mis sentidos;
el arte más refinado ostentan sus matices
y con su trinar melodioso
me hablan de lo divino.
Oh, artista Supremo de lo creado y armonioso.
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En mis versos yo celebro
esta fiesta de atardecer.
Dichosa dádiva que al Eterno
le plació a mi vida, ofrecer.
Nueve pajaritos unidos y tiernos.
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Que seguirán bebiendo
de la lluvia grata del atardecer
como hermanitos amados por el viento;
que bajo el árbol frondoso
se quieren guarecer.
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Como paisaje quiero guardarlos
y aquí en mi ventana permanezco en quietud
con la esperanza de no espantarlos;
mientras ellos siguen en dulce gorjeo
y yo jamás podré olvidarlos.

De mi poemario
«El azul de la vida»
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