Cuentos

El vestido de novia

Cuento

Lima es una ciudad hermosa y colonial; el centro mismo está compuesto por vetustas casonas, que aún conservan su arquitectura del tiempo del virreynato.  Los altos balcones de antigua madera adornan las angostas calles, que en las noches son alumbradas por faroles de estilo colonial.  La Plaza de Armas con su bella catedral y sus flores fragantes son admiradas por lugareños y turistas.

Un domingo soleado se encontraban algunas personas descansando en las bancas que bordean la plaza.  Una joven estaba distraída mirando a las aves que merodean por allí; y el muchacho que estaba sentado a su lado, tenía en sus manos una bolsita de palomitas de maíz, y se entretenía arrojando al suelo algunas de ellas, hacia las cuales corrían las hermosas aves a picotear; y llenándose el buche se paseaban glamorosas, luciendo sus plumas tornasoladas. De pronto el joven reparó en la jovencita que estaba sentada a su costado, y le ofreció su bolsa de palomitas de maíz, a lo cual ella con una sonrisa aceptó y metiendo sus finos dedos, tomó unas cuantas y empezó a saborearlas y comentó: -“Gracias, están saladitas.-“ Y el joven contestó: -“No hay porqué-“ y enseguida le preguntó a la chica por su nombre. Ella respondió: -“Rosalinda-“ a lo cual el muchacho extendiéndole la mano le dijo: -“Mucho gusto-“ (saludo que ella correspondió). Y él agregó: -“Yo me llamo Victor, para servirle-“ y ella con una sonrisa contestó: -“Gracias-“

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Rosalinda tenía los ojos verde uva, que brillaban aún más con la luz del sol, y al sonreir se le formaban unos graciosos hoyuelos en las mejillas.  Victor era de contextura delgada y de tez trigueña, y con una mirada muy sugestiva.  Ambos empezaron a conversar sobre sus propias vidas, ella le contó que era costurera y que se ganaba la vida cosiendo.   Él le dijo que trabajaba en una casa grande, en una hacienda en las afueras de Lima; su empleo era de mayordomo.  Pasaron como dos horas y ya empezaba a correr un vientecito que anunciaba el crepúsculo.  Entonces Victor y Rosalinda tuvieron que despedirse, no sin antes citarse para el próximo domingo en la misma plaza céntrica, a las dos de la tarde.  Se alejaron felices, ambos llevando en el alma una nueva ilusión.  Victor trabajaba en las afueras de la ciudad en una casa antigua, en un pueblito bastante solitario.  La dueña de la hacienda era una señora viuda, que tenía mucho dinero.  Incluso guardaba bellas joyas de oro dentro de un cofre en su dormitorio.  La casa era un tanto siniestra por fuera, era de color plomizo, con una ancha puerta de cedro.  La mansión por dentro estaba cubierta de alfombras persas, algo gastadas.  De los techos colgaban grandes lámparas de cristal.  Las ventanas eran más bien pequeñas, lo cual dejaba entrar poca luz al interior.  Aparte del dormitorio de la señora, habían dos más en el piso de abajo. Uno era ocupado por Victor, y el otro por una cocinera, que también dormía allí.  Ésta era una señora de cierta edad, pálida de rostro, de mirada torva, que ostentaba en sus labios un gesto agrio; era un tanto sigilosa y de pocas palabras.

Pasaron los días, hasta que llegó el ansiado domingo y los jóvenes otra vez se encontraron a la hora que habían acordado.

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Pero esta vez Victor no solamente llevaba sus acostumbradas palomitas de maíz, sino que llevaba un ramo de rosas rosadas para Rosalinda.  La joven recibió alborozada las flores, y él tuvo la osadía de darle un beso en la mejilla, con lo cual ella se ruborizó un poco, pero en sus ojos chispeantes se notaba la felicidad.  Y así fueron pasando los días y los meses, y poco a poco Rosalinda y Victor se fueron enamorando domingo a domingo.  Algunas veces en la Plaza de Armas se distraían observando a los carruajes jalados por corceles blancos, que paseaban a los turistas. ¡Era todo un espectáculo!   Otras veces se iban a divertir a los juegos mecánicos que habían en una feria de la avenida Aviación.  Emocionados subieron una y otra vez a la montaña rusa.  Y comían sabrosas manzanas acarameladas.  Lentamente empezaron a darse cuenta que se amaban y que deseaban unir sus vidas en matrimonio.   Y así transcurrió un año, y Rosalinda compró con sus ahorros una bella tela de seda y encaje blanco, y empezó a coserse su vestido de novia.  Y al cabo de tres meses lo tenía listo y bien acabado.  El vestido relucía con perlas blancas incrustadas,  que Rosalinda había cosido a la tela prolijamente.

Una noche en la casa donde trabajaba Victor, entraron dos mozuelos delincuentes,  en plena madrugada.  Entraron por una de las ventanas que estaba semi abierta; y muy sigilosamente se escabulleron hasta el segundo piso,  donde dormía la señora viuda.  La intención de los malvivientes era el robo.  Pues en el pueblo cercano,  muchos sabían que aquella señora tenía dinero.  Los ladrones tratando de no hacer ruido, empezaron a abrir los cajones de la cómoda; pero uno de ellos reparó en el cofre que estaba encima, y al abrirlo se dieron con la sorpresa de que habían joyas

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de oro de mucho valor.  Pero de pronto una de las alhajas cayó al piso, e hizo ruido, por lo que la viuda se despertó sobresaltada, y al ver en la semi penumbra a los extraños en su dormitorio, empezó a dar gritos de auxilio, y en su nerviosismo se avalanzó sobre uno de los malhechores, en su afán de evitar que huyera con el botín; y el delincuente sin ninguna compasión sacó un puñal afilado, que tenía escondido entre sus ropas, y le asestó a la anciana dos puñaladas en el pecho.  Ésta cayó agonizante al piso, y el asesino emprendió la huída en el preciso instante en que Victor forcejeaba en la escalera con el otro delincuente, pero en aquella oscuridad todo fue confusión para el joven mayordomo, que había despertado con los gritos de su patrona, y a pesar de que intentó detener a los maleantes, ambos lo empujaron con violencia y no pudo evitar que huyeran. 

Entonces Victor fue hacia la señora que se hallaba tendida en un charco de sangre; y el joven al notar que la viuda aún tenía signos de vida, intentó en vano de sacar el cuchillo aún incrustado en su pecho; pues allí al instante la doña expiró.  Victor decidió no mover el cadáver, y se apartó horrorizado de lo que veía, pues no podía creer lo que había sucedido.  Bajó los peldaños, todavía aturdido, y pensaba en ir a despertar a la cocinera, pero recordó que aquel día martes ella le había pedido permiso a la patrona para ausentarse.  Estaba solo en la gran casona con un cadáver; de pronto reparó en que sus manos y sus ropas se habían manchado de sangre en su afán por ayudar a la víctima.  Presuroso fue a lavarse en el fregadero de la cocina.  Y luego corrió a cambiarse de ropa, pues cayó en la cuenta de que debía ir a dar parte a la policía sobre lo acontecido.  Salió a la calle un poco atontado todavía; ya empezaban

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a notarse en el cielo las primeras claridades del alba.  Y con pasos vacilantes, Victor se encaminó hacia la comisaría del pueblo.  Tardó media hora en llegar, y cuando al fin estuvo allí, el joven se desplomó en una silla, y declaró a los policías sobre el crimen que acababa de presenciar, e hizo la denuncia.  Las autoridades escribieron todos los datos que el joven les facilitó, pero dijo claramente que no podría identificar los rostros de los facinerosos, pues en aquel momento había una gran oscuridad en las escaleras que subían al dormitorio.  Los policías fueron con Victor hasta la desolada mansión, y acordonaron todas las inmediaciones del lugar.  Pasaron varias horas hasta que llegó el juez para ordenar el levantamiento del cadáver. Se hicieron investigaciones todo ese día; inclusive un perito en criminalística se apersonó para tomar huellas digitales, tanto de las ventanas, como del pasamanos de la escalera, del arma homicida,  y del dormitorio de la occisa.

Rosalinda se levantó aquella mañana con la misma ilusión de cada día, tenía pensado entregar una falda y una blusa a una clienta, y después de desayunar se dispuso a sacar los hilvanes de hilo azul a las prendas que debía entregar; y encendió el televisor para escuchar el noticiero del mediodía.  Ymientras iba dándole a aquella falda los últimos acabados, escuchó una noticia que la dejó petrificada:

“Esta mañana fue hallado el cuerpo sin vida de la hacendada María Eugenia Paulet, en su casa en las afueras de la capital.  El cadáver mostraba heridas punzo cortantes a la altura del corazón, lo que habría ocasionado su muerte.  Se sabe que la acaudalada dama era dueña de una cuantiosa fortuna, por lo que se presume que el

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móvil del crimen haya sido el robo. Hasta estos instantes se tiene por supuesto culpable al mayordomo de la casa de nombre Victor Lara, ya que se han hallado sus huellas digitales en el arma homicida, como así mismo, ropas del supuesto homicida con rastros de sangre de la fallecida.  Más detalles de ésta y otras noticias en el noticiero de las 8:00 p.m.” 

Rosalinda dejó caer sus brazos en actitud de abatimiento.  Sus ojos se llenaron de lágrimas, pues no podía creer lo que había escuchado.  ¡El nombre de su Victor ligado a un hecho tan espeluznante!  Por causa de algunas “pruebas fehacientes”, como el arma homicida con las huellas dactilares del mayordomo de nuestra historia, y aquellas ropas con rastros de sangre que Victor se cambió apresuradamente, el joven novio estaba en graves aprietos.  Fue enmarrocado y llevado a la carceleta del Palacio de Justicia.  Allí pasó las horas más lóbregas de su vida.  Fue torturado y mezclado con delincuentes avezados, todos amontonados en una misma celda.  Dos días después con el rostro desencajado y macilento fue conducido a un penal para reos primarios.  Victor carecía del suficiente dinero para solicitar la defensa de un buen abogado, así que tuvo que optar por un abogado de oficio, que se ofreció para ayudarlo. 

En una lúgubre calle del cono norte de la ciudad, mientras un inocente era injustamente castigado, dos asesinos festejaban su fechoría, riendo  y libando licor, -“Ésta si que la hicimos bien-“ decía uno de ellos. Mientras el otro le respondía: -“Gracias a la seño… que nos pasó el dato, pudimos hacer nuestro trabajo.-“

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(La “seño”…a la que se referían, era la cocinera de la fallecida hacendada).  Recordemos que sospechosamente esta mujer había pedido permiso aquel fatídico martes, para ausentarse de la casona.  La cocinera, agazapada en la sombra de aquel cuarto miserable, observaba, escuchando lo que sus cómplices decían, a lo cual ella agregó: -“No se olviden chicos que después de vender las joyas, tienen que darme mi parte.”   A lo que ellos contestaron entre risas: -“Si vieja, no nos vamos a olvidar de ti.-“  Pasaron muchos días, las hojas del almanaque fueron deslizándose una a una, y se las fue llevando el viento.  Hasta que pasaron seis meses de aquella aciaga madrugada.  Hacía tan sólo un mes que le habían dictado sentencia al joven Victor. Una mañana de invierno en un tribunal atestado de gente, algunos de ellos curiosos, otros eran familiares de Victor, dos jueces y un fiscal, y en medio de todos ellos, una frágil paloma con su blanco luto en el corazón y los ojos arrasados de lágrimas…era Rosalinda, la noviecita afligida, la de las ilusiones truncadas,  la del dolor macerado en desvelos…de pie allí, frente a su amado, el cual tenía la barba crecida y las ojeras profundas; más delgado que nunca, se consumía en la angustia de la espera, hasta que después de un breve silencio, se escuchó la voz pausada del fiscal…y una frase que traspasó dos jóvenes almas, que desangró dos humildes corazones que se amaban:  -“¡Y se le condena a Victor Lara a 32 años de prisión, por asesinar con premeditación , alevosía y ventaja, a su víctima, la hacendada doña María Eugenia Paulet!-“  Rosalinda se desvaneció en la banca donde estaba sentada. Algunas personas compasivas la levantaron, y le daban aire agitando sus manos sobre su rostro.  Luego todo pasó muy rápido.  El joven reo fue llevado a su celda.  Y los días siguieron uno tras otro. 

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Una tarde de agosto, se encontraban los dos novios almorzando juntos en su rinconcito del penal, en una de las visitas femeninas que se hacía semanalmente.  Ambos, una semana anterior habían acordado terminar con aquel suplicio, ya que a Victor le habían anunciado que sería trasladado a una  prisión de una  lejana  provincia.  Sabían que no podrían soportar una separación definitiva, que no iban a asumir un dolor que iría más allá de sus fuerzas.  Rosalinda pudo pasar aquella mañana  el control de la policía, sin ningún problema, nadie se percató de lo que ella traía oculto en uno de sus zapatos.  Fue a la hora del almuerzo, cuando el pabellón “B” se encontraba atestado de visitas.  Habían niños, habían madres y esposas, algunas reían, otras lloraban.  Y de pronto Rosalinda sacó un diminuto frasco de su calzado, y vertió el contenido en los vasos de limonada que Victor y ella estaban tomando.  Ambos apuraron aquel cáliz de muerte de un solo sorbo.  Enseguida se abrazaron llorando.  Y aquella pócima en breves instantes empezó a hacer efecto en esos dos cuerpos que se amaron. 

Se escucharon luego sus gritos y gemidos de dolor, y los presos que se encontraban en el patio dieron aviso a los gendarmes que custodiaban las celdas.  Llegaron dos policías con prontitud; y después de unos minutos de forzar las rejas, éstas cedieron; y vieron un cuadro terrible:  Dos jóvenes en agonía, echando espumarajos por sus bocas, así abrazados, se fueron camino de la eternidad;  ya nada podría separarlos.  Hallaron luego debajo de la almohada de Victor un sobre amarillo, que parecía contener una carta escrita con su puño y letra, iba dirigida al director de la cárcel, y empezaba con las siguientes palabras:

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“Juro por mi propia vida, y por Rosalinda, la mujer que mi corazón ama, que ustedes han cometido conmigo una injusticia muy grave….”

Manuela llevaba días masticando rencores en la nueva casa donde le habían dado trabajo de cocinera.  Y es que no se podía sacar de la mente, las falsas promesas que aquellos bravucones le hicieran.  Los delincuentes que perpetraron el robo y el crimen en la vetusta casa de la hacendada, no habían cumplido con darle su recompensa a la amargada cocinera.  Y ésta lejos de resignarse, decidió vengarse de aquellos burladores; y un fin de semana salió de su empleo resuelta a denunciar aquel crimen ocurrido en la hacienda.  Manuela era una mujer del vulgo, totalmente desprovista de algún rastro de inteligencia; era más bien una persona bestializada, con mucha amargura en el alma y una buena dosis de frialdad. Y así en ese estado en que se hallaba, llena de ira y deseos de venganza, se acercó al primer puesto policial que encontró en la ciudad, y relató con lujo de detalles como fue que ella les pasó la voz a esos asesinos, para facilitarles la entrada a la casa de la hacienda; las señales que les dio a los delincuentes,  lo de la ventana entreabierta, lo del cofre con las alhajas de su patrona, lo del mayordomo jovencito y muy delgado, que dormía en la planta baja, etc.   Y finalmente les dio a las autoridades las señas y domicilios donde podían ser encontrados los peligrosos maleantes.  Desde ese día ya han transcurrido tres meses.  Y hoy al fin a esos dos mustios  novios, se les ha  hecho  justicia…aunque muy tardíamente. 

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Hoy yacen condenados a prisión perpetua los dos criminales que entraron a robar y matar aquella infausta noche.  Y a Manuela, la cocinera, le dieron quince años de pena  privativa de la libertad por complicidad y encubrimiento.

Ha regresado el otoño a aquel cuarto cerrado de la humilde costurera.  En una mesita llena de polvo se encuentra  un retrato con la única  fotografía de aquellos infortunados novios.   Sus rostros unidos y sonrientes; más allá la máquina antigua de coser, que le dejara en herencia a Rosalinda, su abuelita que la crió.  En una mesa contigua están el alfiletero, la cinta métrica, y algunos retazos de tela; la ventana está abierta de par en par, y por allí se cuela el frío viento de esta tarde de mayo; se mecen las cortinas y el largo tul del vestido de novia, que  pende de un perchero.  Todo es silencio en aquel cuartito, al que le va llegando el crepúsculo.  La belleza de los bordados del vestido satinado de blanca  pureza, resalta en medio de aquel rincón de sueños del ayer.  El vestido de novia que nunca  pudo ser estrenado.  De pronto se posa un ave gris en el alfeizar de la ventana; y emite un trino, un cantar de nostalgia por los novios ausentes.  ¡Cuánto silencio después de aquel canto de atardecer!  Me asomo a la ventana, y hay soledad en el celaje.

FIN

Autora: Ingrid Zetterberg

Lima – Perú –