Algunos cuentos

Cuento largo…Primera parte

El vestido de novia

Lima es una ciudad hermosa y colonial; el centro mismo

está compuesto por vetustas casonas, que aún conservan su

arquitectura del tiempo del virreinato.  Los altos balcones

de antigua madera adornan las angostas calles, que en las

noches son alumbradas por faroles de estilo colonial. La Plaza

de Armas con su bella catedral y sus flores fraganciosas son

admiradas por lugareños y turistas.

Un domingo soleado se encontraban algunas personas descansando

en las bancas que bordean la plaza. Una joven llamada Rosalinda

estaba distraída mirando a las aves que merodean por allí;

y el joven que estaba sentado a su lado, tenía en sus manos

una bolsita de palomitas de maíz, y se entretenía arrojando

al suelo algunas de ellas, hacia las cuales corrían las hermosas

aves a picotear; y llenándose el buche se paseaban glamorosas,

luciendo sus plumas tornasoladas. De pronto el joven que se

llamaba Victor, reparó en la jovencita que estaba sentada a su

costado, y le ofreció su bolsa de palomitas de maíz, a lo cual ella con

una sonrisa aceptó y metiendo sus finos dedos, tomó unas cuantas

palomitas y empezó a saborearlas y comentó: -“Gracias, están

saladitas.”- -“No hay porqué.”-contestó el joven Victor.

Y enseguida le preguntó a la chica por su nombre.

Ella le dijo: -“Rosalinda.”- -“Mucho gusto.”- contestó el joven

extendiéndole la mano. (Saludo que ella correspondió). Y el joven

agregó: -“Yo me llamo Victor, para servirle.”-

-“Gracias.”- contestó ella con una sonrisa.

Rosalinda tenía los ojos verde uva, que brillaban aún más

con la luz del sol, y al sonreir se le formaban unos graciosos

hoyuelos en las mejillas. Victor era de contextura delgada y

de tez trigueña, y con una mirada muy sugestiva. Ambos

empezaron a conversar sobre sus propias vidas, ella le contó

que era costurera y que se ganaba la vida cosiendo. 

Él le dijo que trabajaba en una casa grande, de una hacienda

en las afueras de Lima, su empleo era de mayordomo. Pasaron

como dos horas y ya empezaba a correr un vientecito

 que anunciaba el crepúsculo. Entonces Victor y Rosalinda tuvieron que

despedirse, no sin antes citarse para el próximo domingo en

la misma plaza céntrica, a las 2 de la tarde. Se alejaron felices,

ambos llevando en el alma una nueva ilusión.

Victor trabajaba en las afueras de la ciudad en una casa antigua,

en un pueblito bastante solitario. La dueña de la hacienda era

una señora viuda, que tenía mucho dinero. Incluso guardaba

bellas joyas de oro dentro de un cofre en su dormitorio.

La casa era un tanto siniestra por fuera, era de color plomizo,

con una ancha puerta de cedro. La mansión por dentro

estaba cubierta de alfombras persas, algo gastadas. De los techos

colgaban grandes lámparas de bronce. Las ventanas eran

más bien pequeñas, lo cual dejaba entrar poca luz al interior.

Aparte del dormitorio de la señora, habían dos más en el piso de

abajo. Uno era ocupado por Victor, y el otro por una cocinera,

que también dormía allí. Ésta era una señora de cierta edad,

pálida de rostro, de mirada torva, que ostentaba en sus labios

un gesto agrio; era un tanto sigilosa y de pocas palabras.

Pasaron los días, hasta que llegó el ansiado domingo, y los

jóvenes otra vez se encontraron a la hora que habían acordado.

Pero esta vez Victor no solamente llevaba sus acostumbradas

palomitas de maíz, sino que llevaba un ramo de rosas en capullo

para Rosalinda. La joven recibió alborozada las flores, y él

tuvo la osadía de darle un beso en la mejilla, con lo cual

ella se ruborizó un poco, pero en sus ojos chispeantes se

notaba la felicidad.

Y así fueron pasando los días y los meses, y poco a poco

Rosalinda y Victor se fueron enamorando domingo a

domingo. 

Algunas veces en la Plaza de Armas se distraían observando

a los carruajes jalados por corceles blancos, que paseaban

a los turistas. ¡Era todo un espectáculo! Lentamente empezaron

a darse cuenta que se amaban y que deseaban unir sus vidas

en matrimonio. Y así transcurrió un año, y Rosalinda compró

con sus ahorros una bella tela de seda y encaje blanco, y empezó

a coserse ella misma su vestido de novia. Y al cabo de tres

meses lo tenía listo y bien acabado. El vestido relucía con perlas

blancas incrustadas, que Rosalinda había cosido a la tela

prolijamente.  Una noche en la casa donde trabajaba Victor,

entraron dos mozuelos delincuentes, en plena madrugada.

Entraron por una de las ventanas que estaba entreabierta;

y muy sigilosamente se escabulleron hasta el segundo piso,

donde dormía la señora viuda. La intención de los malvivientes

era el robo. Pues en el pueblo cercano, muchos sabían que

aquella señora tenía dinero. Los ladrones tratando de no hacer

ruido, empezaron a abrir los cajones de la cómoda; pero uno

de ellos reparó en el cofre que estaba encima y al abrirlo, se

dieron con la sorpresa de que habían joyas de oro de mucho valor.

Pero de pronto una de las alhajas cayó al piso, y al hacer

ese ruido, la viuda se despertó sobresaltada, y al ver en la

media penumbra a los extraños en su dormitorio, empezó

a dar gritos de auxilio, y en su nerviosismo se avalanzó sobre

uno de los malhechores, en su afán de evitar que huyera

con el botín; y el delincuente sin ninguna compasión sacó

una navaja afilada, que tenía escondida entre sus ropas, y le

asestó a la anciana dos puñaladas en el pecho.

Ésta cayó agonizante al piso, y el asesino emprendió la huída

en el preciso instante en que Victor forcejeaba en la escalera

con el otro delincuente, pero en aquella oscuridad todo fue

confusión para el joven mayordomo, que había despertado

con los gritos de su patrona, y a pesar de que intentó detener

a los maleantes, ambos lo empujaron con violencia y no pudo

evitar que huyeran. 

Entonces Victor fue hacia la señora que se hallaba tendida

en un charco de sangre; y el joven al notar que la viuda aún

tenía signos de vida, intentó en vano de sacar la cuchilla aún

incrustada en su pecho; pues allí al instante la doña expiró.

Victor decidió no mover el cadáver; y se apartó horrorizado

de lo que veía, pues no podía creer lo que había sucedido.

Bajó los peldaños, todavía aturdido, y pensaba en ir a despertar

a la cocinera, pero recordó que aquel día martes ella le había

pedido permiso a la patrona para ausentarse.

Estaba solo en la gran casona con un cadáver; de pronto

reparó en que sus manos y sus ropas se habían manchado

de sangre en su afán por ayudar a la víctima. Presuroso fue

a lavarse en el fregadero de la cocina. Y luego corrió a

cambiarse de ropa, pues cayó en la cuenta de que debía ir a dar

parte a la policía sobre lo acontecido. Salió a la calle un poco

atontado todavía; ya empezaban a notarse en el cielo las primeras

claridades del alba. Y con pasos vacilantes, Victor se encaminó

hacia la comisaría del pueblo. Tardó media hora en llegar, y

cuando al fin estuvo allí, el joven se desplomó en una silla, y

declaró a los policías sobre el crimen que acababa de presenciar,

e hizo la denuncia.  Las autoridades escribieron todos los datos

que el joven les facilitó, pero dijo claramente que no podría

identificar los rostros de los fascinerosos, pues en aquel

momento había una gran oscuridad en las escaleras que

subían al dormitorio.

Los policías fueron con Victor hasta la desolada mansión,

y acordonaron todas las inmediaciones del lugar.

Pasaron varias horas hasta que llegó el juez para ordenar

el levantamiento del cadáver. Se hicieron investigaciones

todo ese día; inclusive un perito en criminalística se apersonó

para tomar huellas dactilares, tanto de las ventanas, como

del pasamanos de la escalera, del arma homicida, y del

dormitorio de la occisa.

Ingrid Zetterberg

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El Vestido de novia….Segunda parte

Rosalinda se levantó aquella mañana con la misma ilusión

de cada día; tenía pensado entregar una falda y una blusa a

una clienta, y después de desayunar se dispuso a sacar los

hilvanes de hilo azul a las prendas que debía entregar; y

encendió el televisor para escuchar el noticiero del mediodía.

Y mientras iba dándole a aquella falda los últimos acabados,

escuchó una noticia que la dejó petrificada:

 “Esta mañana fue

hallado el cuerpo sin vida de la hacendada María Eugenia Paulet,

en su casa en las afueras de la capital. El cadáver mostraba

heridas punzo cortantes a la altura del corazón, lo que habría

ocasionado su deceso. Se sabe que la acaudalada dama era dueña

de una cuantiosa fortuna, por lo que se presume que el móvil

 del crimen haya sido el robo. Hasta estos instantes se tiene por

supuesto culpable al mayordomo de la casa de nombre

Victor Lara…,ya que se han hallado sus huellas digitales en

el arma homicida, como así mismo, ropas del supuesto

homicida con rastros de sangre de la fallecida. Más detalles

de ésta y otras noticias en el noticiero de las 8:00 p.m.”

Rosalinda, dejó caer sus brazos en actitud de abatimiento.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, pues no podía creer lo que

había escuchado. ¡El nombre de su Victor ligado a un hecho

tan espeluznante!  Por causa de algunas “pruebas fehacientes”,

como el arma homicida con las huellas dactilares del mayordomo

de nuestra historia, y aquellas ropas con rastros de sangre

que Victor se cambió apresuradamente, el joven novio estaba

en graves aprietos. Fue llevado a la carceleta del Palacio de

Justicia. Allí pasó las horas más lóbregas de su vida. Fue

torturado y mezclado con delincuentes avezados, todos

amontonados en una misma celda.  Dos días después con

el rostro desencajado y macilento fue conducido a un penal

para reos primarios. 

Victor carecía del suficiente dinero para solicitar la defensa

de un buen abogado, así que tuvo que optar por un abogado

de oficio, que se ofreció para ayudarlo.

En una lúgubre calle del cono norte de la ciudad, mientras

un inocente era injustamente castigado, dos asesinos festejaban

su fechoría, riendo y libando licor. –“Esta si que la hicimos bien”.-

decía uno de ellos. Mientras el otro le respondía: -“Gracias

a la seño….que nos pasó el dato, pudimos hacer nuestro trabajo.”-

(La seño….a la que se referían, era la cocinera de la fallecida

hacendada). Recordemos que sospechosamente esta mujer había

pedido permiso, aquel fatídico martes, para ausentarse de

la casona.  La cocinera, agazapada en la sombra de aquel cuarto

miserable, observaba, escuchando lo que sus cómplices decían,

a lo cual ella agregó: -“No se olviden chicos que después de

vender las joyas, tienen que darme mi parte.”-

-“Si vieja….(le contestaron entre risas)…no nos vamos a olvidar de ti.”-

Pasaron muchos días, las hojas del almanaque fueron deslizándose

una a una, y se las fue llevando el viento. Hasta que pasaron

seis meses de aquella aciaga madrugada.  Hacía tan sólo un mes

que le habían dictado sentencia al joven Victor.

Una mañana de invierno en un tribunal atestado de gente,

algunos de ellos curiosos, otros eran familiares de Victor,

dos jueces y un fiscal, y en medio de todos ellos, una frágil

paloma con su blanco luto en el corazón y los ojos arrasados

de lágrimas….era Rosalinda, la noviecita afligida, la de las

ilusiones truncadas, la del dolor macerado en desvelos…

de pie allí, frente a su amado, el cual tenía la barba crecida

y las ojeras profundas; más delgado que nunca, se consumía

en la angustia de la espera, hasta que después de un breve

silencio, se escuchó la voz pausada del fiscal….y una frase

que traspasó dos jóvenes almas, que desangró dos humildes

corazones que se amaban: “¡ Y se le condena a Victor Lara a

32 años de prisión, por asesinar con premeditación, alevosía

y ventaja, a su víctima, la hacendada doña María Eugenia

Paulet !” 

Rosalinda se desvaneció en la banca donde estaba sentada.

Algunas personas compasivas la levantaron, y le daban

aire, agitando sus manos sobre su rostro.

Luego todo pasó muy rápido. El joven reo fue llevado a su

celda.  Y los días siguieron uno tras otro.  Una tarde de Agosto,

se encontraban los dos novios almorzando juntos en su

rinconcito del penal, en una de las visitas femeninas que se hacía

semanalmente. Ambos, una semana anterior habían acordado

terminar con aquel suplicio, ya que a Victor le habían anunciado

que sería trasladado a una prisión de una lejana provincia.

Sabían que no podrían soportar una separación definitiva,

que no iban a asumir un dolor que iría más allá de sus fuerzas.

Rosalinda pudo pasar aquella mañana el control de la policía

sin ningún problema, nadie se percató de lo que ella traía

oculto en uno de sus zapatos. Fue a la hora de almuerzo,

cuando el pabellón “B” se encontraba atestado de visitas. Habían

niños, habían madres y esposas, algunas reían, otras lloraban.

Y de pronto Rosalinda sacó un diminuto frasco de su calzado,

y vertió el contenido en los vasos de limonada que Victor y ella

estaban tomando. Ambos apuraron aquel cáliz de muerte

de un solo sorbo. Enseguida se abrazaron llorando. Y aquella

pócima en breves instantes empezó a hacer efecto en esos dos

cuerpos que se amaron.  Se escucharon luego sus gritos y

gemidos de dolor, y los presos que se encontraban en el patio

dieron aviso a los gendarmes que custodiaban las celdas.

Llegaron dos policías con prontitud; y después de unos

minutos de forzar las rejas, éstas cedieron; y vieron un cuadro

terrible: Dos jóvenes en agonía, echando espumarajos por

sus bocas, así abrazados, se fueron camino de la

eternidad; ya nada podría separarlos. 

Hallaron luego debajo de la almohada de Victor un sobre

amarillo, que parecía contener una carta escrita con su puño

y letra; iba dirigida al director de la cárcel, y empezaba con

las siguientes palabras: “Juro por mi propia vida, y por

Rosalinda, la mujer que mi corazón ama, que ustedes han

cometido conmigo una injusticia muy grave….”

Manuela llevaba días masticando rencores en la nueva casa

donde le habían dado trabajo de cocinera. Y es que no se podía

sacar de la mente, las falsas promesas que aquellos bravucones

le hicieran.  Los delincuentes que perpetraron el robo y el

crimen en la vetusta casa de la hacendada, no habían cumplido

con darle su recompensa a la amargada cocinera.  Y ésta

lejos de resignarse, decidió vengarse de aquellos burladores;

y un fin de semana salió de su empleo resuelta a denunciar

aquel crimen ocurrido en la hacienda.  Manuela era una mujer

del vulgo, totalmente desprovista de algún rastro de

inteligencia; era más bien una persona bestializada; con mucha

amargura en el alma y una buena dosis de frialdad. Y así

en ese estado en que se hallaba, llena de ira y deseos de venganza,

se acercó al primer puesto policial que encontró en la ciudad;

y relató con lujo de detalles como fue que ella les pasó la

voz a esos asesinos, para facilitarles la entrada a la casa

de la hacienda; las señales que les dio a los malhechores

de la ventana entreabierta, del cofre con las alhajas de

su patrona, del mayordomo jovencito y muy delgado, que

dormía en la planta baja, etc. Y finalmente les dio a las

autoridades las señas y domicilios donde podían ser

encontrados los peligrosos maleantes.  Desde ese día ya

han transcurrido tres meses. Y hoy al fin a esos dos mustios

novios, se les ha hecho justicia. 

Ingrid Zetterberg

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El Vestido de novia…Tercera y última parte

Hoy yacen condenados a prisión perpetua los dos

criminales que entraron a robar y matar, aquella infausta

noche. Y a Manuela, la cocinera, le dieron 15 años de pena

privativa de la libertad por complicidad y encubrimiento.

Ha regresado el otoño a aquel cuarto cerrado de la humilde

costurera. En una mesita llena de polvo se encuentra un retrato con

la única fotografía de aquellos infortunados novios. Sus rostros

unidos y sonrientes; más allá la máquina antigua de coser, que

le dejara en herencia a Rosalinda, su abuelita que la crió.

En una mesa contigua están el alfiletero, la cinta métrica, y

algunos retazos de tela; la ventana está abierta de par en par,

y por allí se cuela el frío viento de esta tarde de Mayo;

se mecen las cortinas y el largo tul del vestido de novia,

que pende de un perchero. Todo es silencio en aquel

cuartito, al que le va llegando el crepúsculo.

La belleza de los bordados del vestido satinado de blanca

pureza, resalta en medio de aquel rincón de sueños del ayer.

El vestido de novia que nunca pudo ser estrenado.

De pronto se posa un ave gris en el alfeizar de la ventana;

y emite un trino, un cantar de nostalgia por los novios

ausentes.

¡Cuánto silencio después de aquel canto de atardecer!

Me asomo a la ventana, y hay soledad en el celaje.

Ingrid Zetterberg

(De mi poemario «Jardines de antaño»)

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Víctima inocente

Chosica es un pueblo rural en las afueras de Lima.  Tiene viñedos y un río que corre bullicioso entre las piedras. El sol alumbra todo el año en esa aldea. 

En el invierno limeño, numerosas familias acuden desde la capital, para acampar con sus fiambres y sus manteles en los verdores de Chosica, y almuerzan allí a la sombra de frondosos árboles.  

En el pueblo de Chosica también habitan personas muy pobres en barriadas, que son casas formadas con esteras muchas veces, sin protección contra la lluvia, allí moran niños de caras tristes, los de las voces humildes. Hace poco un hecho muy doloroso en aquel lugar, conmovió muchos corazones.

Una mañana, un pequeño de ocho años que vivía de las limosnas de la gente, y que pasaba las noches arrinconado en el umbral de una iglesia, (desde que muriera su madre hacía un año), se juntó con otro niño de su misma edad y decidieron ir a vender caramelos.

Ambos niños subieron a un ómnibus de pasajeros, cada uno llevaba una bolsa de caramelos de limón. Pero antes de empezar a vender habían acordado

cantar cada uno cualquier canción, para los distraídos oyentes. El amiguito cantó un vals criollo que se sabía de memoria, y el pequeño vagabundo de nuestra historia que se llamaba «Pedro», decidió en cambio recitar un poema a su madre muerta, y los versos decían así:

                                                                                 Madre,

                                                                                 tú me criaste en tu vientre

                                                                                 desde que yo era pequeñito,

                                                                                 como un grano de habichuela.

                                                                                 Madre,

                                                                                 tú regaste con tu llanto

                                                                                 mi cabeza afiebrada,

                                                                                 en tus noches de desvelo;

                                                                                 y me arrullaste

                                                                                 hasta que el sueño

                                                                                 cerraba mis ojitos.

                                                                                 Madre,

                                                                                 tú me cantabas

                                                                                 canciones de cuna

                                                                                 para calmar mi llanto.

                                                                                 Madre,

                                                                                 y ahora que te has ido

                                                                                 en mi pecho hay un quebranto

                                                                                 y ha quedado solo nuestro nido.

                                                                                 Madre,

                                                                                 ya no sé lo que son tus besos

                                                                                 desde que te fuiste al cielo,

                                                                                 y he quedado solo y abatido

                                                                                 en este suelo.

                                                                                 Madre,

                                                                                 yo voy por las calles solitario

                                                                                 y todavía te espero,

                                                                                 no tardes, llévame contigo,

                                                                                 que todavía te quiero.

El niño acabó esta última estrofa llorando, y todos los pasajeros empezaron a aplaudir al pequeño aprendiz de poeta.  Algunas señoras alargaron sus

manos para acariciar la cabeza del niño huérfano.  Y muchos empezaron a comprarles sus caramelos de limón. «-¿Cuánto cuesta hijito?-» les preguntaban.

Y los pequeños contestaban: «-A veinte céntimos la unidad.-»  Y así los pequeños amigos lograron vender esa mañana casi todos los caramelos de limón.  Cuando bajaron del ómnibus el amiguito le preguntó a Pedrito: «-¿Dónde aprendiste esa poesía?-» y el niño contestó: «-La aprendí en un libro de

lectura en mi colegio.-»  «-Pero tú no vas al colegio.-» le replicó el amigo. «-No, ya hace tiempo que no voy, desde que mi mamá se murió.-«, contestó Pedrito.

«-¿Sabes?-» le dijo el otro niño, y agregó: «-Vamos a comprar un juguete con lo que hemos juntado de la venta de los caramelos.-«

«-Si,-» contestó Pedro entusiasmado. «-Yo quiero un barquito de plástico que he visto en el mercado.-«, dijo el niño huérfano.  «-Yo también.-» respondió

el amigo. «-Vamos para allá.-» Y llegando al mercado vieron a un vendedor ambulante, que tenía esparcidos en el piso, sobre una tela de tocuyo, varios 

juguetes de plástico, y entre ellos sobresalían barcos  de diferentes colores.

«-¡Yo quiero el azul.!-» dijo entusiasmado Pedro.  «-Y yo el verde.-» contestó su amiguito con la misma alegría.

«-¿Cuánto cuesta?.-» preguntaron los niños al unísono, y el vendedor les dijo: «-A S/.2.00 dos soles cada uno. Los niños contaron todo los céntimos que 

traían en sus bolsillos, y vieron con ilusión que aún tenían más de dos soles. Entonces le pagaron al vendedor, que les envolvió en una bolsa sus barcos.

Era el mediodía, y en las cercanías de una polvorienta barriada, corría una ancha acequia de aguas malolientes, mezcladas con barro, y hacia allí se 

dirigieron los niños.  Su anhelo era hacer flotar sus barcos en esa corriente de agua tumultuosa.  En su inocencia, ignorando el peligro, los niños  se

inclinaban sobre la acequia y sumergieron sus barquitos de plástico sobre las aguas, pero Pedrito al ver que la corriente se llevaba rapidamente su preciado juguete, agarró una rama delgada que estaba en el suelo, e inclinándose para tratar de jalar su barco, la fatalidad hizo que el peso de su cuerpo lo venciera, y cayó el pobre niño a las aguas, e inmediatamente su cuerpecito fue arrastrado por la corriente.

El otro niño corrió a dar aviso a los vecinos y a la gente que transitaba por la zona, de lo que había acontecido.  Los vecinos llamaron a los bomberos, que no tardaron mucho en venir al lugar del accidente, y estos valerosos hombres lucharon por cinco horas para sacar el cuerpo del infortunado Pedrito, que fue encontrado luego a varios kilómetros de distancia. Uno de los bomberos llevaba el cuerpo fláccido e inerte entre sus brazos.  Fue conducido al Hospital más cercano, donde sólo constataron su deceso. Nada se pudo hacer por el inocente angelito.  Su padre, que lo había abandonado desde la muerte de la madre del niño, fue avisado por los pobladores, y lleno de remordimiento pidió dinero a las autoridades para darle a Pedrito cristiana sepultura.

Y así terminaron los breves días de este infortunado niño de la calle. Huérfano y sin esperanzas, con ropa de andrajos, limosneando siempre un poco de pan, así hay muchos niños que deambulan por mi ciudad.  Y pareciera que en aquel poema aprendido en sus días escolares, lo hubiera recitado como un presagio, como una plegaria, que fue oída allá en el cielo, por su madre.

Ingrid Zetterberg

(De mi poemario: «Jardines de antaño»)

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Cuento Un asilo en navidad

UN ASILO EN NAVIDAD

Empezaba el invierno en la ciudad de Nueva York, y corría el mes de Diciembre….

habían arreglos navideños en las tiendas, y pomposos adornos en las ventanas

de las viviendas. La nieve iba cayendo en pequeños copos. 

La señora Laura Márquez y su hija Daniela habían emigrado hacia norteamerica 

unos diez años antes, y habían conseguido la ansiada residencia después de largo

tiempo de espera….en ese lapso la hija se casó con un joven puertorriqueño, llamado

Sebastián Vásquez…y muy pronto se acomodaron en un apartamento con dos 

dormitorios, muy modesto por cierto…..Daniela se llevó a vivir con ella y su marido,

al único ser que la había acompañado desde siempre: Su madre.

Pasó el tiempo y Daniela quedó embarazada. Y la señora Laura con esa dulce ilusión

que tienen las abuelas, comenzó a tejer atractivos roponcitos de suave lana; eran

celestes y rosados.

En las noches tranquilas, junto al lamparín de la sala, la futura abuela se esmeraba con 

cariño en tejer diminutos zapatitos de diferentes colores suaves. Su felicidad era 

el tejido.

Hasta que al fin nació su nietecita; y la algarabía y ternura invadió a aquella 

pequeña familia. La señora Laura compartía con su nieta el único dormitorio que

sobraba. 

Transcurrieron dos años y medio, y esa dulce criatura se había convertido en la 

razón de vivir  de doña Laura. La llenaba de atenciones, le hacía galletas horneadas; 

y siempre para el invierno le tejía pequeños guantes y gorros de colores vistosos.

Pero de pronto sucedió lo que era de esperarse. La joven esposa quedó embarazada

otra vez; y al nacer el segundo hijo del matrimonio, Daniela tuvo gran preocupación,

ya que sabía que en el apartamento en que vivían, el espacio ya quedaba más reducido.

Mas ellos no disponían de tanta solvencia económica como para mudarse a un hogar

más amplio.

Al principio se acomodaron con el bebé recién nacido en el dormitorio matrimonial; 

pero pasó el tiempo y ya e aquel cuarto no había espacio para una cuna. La alcoba de 

los esposos era muy estrecha, y tuvieron que tomar una triste decisión: Sebastián, 

el esposo, le dijo un día a Daniela, -«No podemos mudarnos, no puedo pagar un 

alquiler más alto, es necesario enviar a tu mamá a una casa de reposo para pobres.»-

Daniela quedó consternada, pues sabía que esto podía matar de dolor a su madre.

Pero pocos días después decidió hablar con su progenitora. Le dijo que ya el niño

estaba creciendo y que ya no entraba en el pequeño moisés donde solía dormir, que 

era menester comprar en cuotas una cuna grande y ésta solamente cabía en el otro

dormitorio, junto a la cama de la hija mayor, y que por tanto doña Laura debía ser

llevada a una casa de reposo, pues ya no había lugar para ella en ese apartamento.

La pobre abuela ocultó su rostro desencajado entre sus manos, y lloró amargamente.

Luego de largo rato aceptó la decisión de los jóvenes esposos.

 Y una mañana lúgubre, la anciana hizo su valija con sus pocas pertenencias; algunos

ovillos de lana y sus acostumbradas agujas de tejer; y fue conducida a un modesto

asilo para inmigrantes, subvencionado por el estado. Allí quedó la pobre señora 

Laura con su corazón hecho trizas al verse separada de sus seres queridos.

Su hija Daniela con su esposo y los niños iban a visitarla puntualmente todos los 

fines de semana; los domingos estaban allí junto a la abuelita.

En aquel lugar habían ancianos con diferentes dolencias, algunos con alzheimer, 

otros eran ciegos, y los más desafortunados estaban en silla de ruedas.

Doña Laura sufría de una arritmia cardiaca, a pesar de no tener tan avanzada edad.

Ya habían pasado dos años largos y duros, desde aquel día en que la abuelita fue 

ingresada a aquel lugar. 

Sebastián, el esposo de Daniela, le propuso un día a su mujer, que hicieran un viaje 

con los niños hacia Puerto Rico, a la ciudad de San Juan, donde vivían sus padres

y hermanos, porque él anhelaba pasar siquiera alguna navidad con los suyos, a los 

cuales no veía hacía años, además le habían avisado que su señora mamá estaba

gravemente enferma, y le urgía verla.

Daniela aceptó resignadamente por considerar justa esta petición; no obstante se le

clavó una angustia en el pecho, pensando en su propia madre, ingresada en aquel

asilo. 

Sebastián estuvo ahorrando dinero durante un año secretamente, para darle la 

sorpresa del viaje a su esposa y los niños, que a la sazón ya  tenían cuatro y dos años

respectivamente.

Había llegado Diciembre y el viento ya corría helado.  El ambiente de la ciudad de 

Nueva York, se había llenado de colorido, los grandes ventanales de las tiendas

lucían fastuosos árboles navideños, y las luces parpadeaban en las ventanas de 

los hogares.

El asilo donde vivía doña Laura, también había sido adornado con luces de colores,

y en el patio principal había un gran pino decorado por las enfermeras…todo con 

la ilusión de alegrar un poco los rostros decaídos de muchos ancianos.

La abuelita de nuestra historia, calculando que ya se aproximaba la navidad, tres

meses antes había empezado a tejer graciosos gorros y guantes de colores vivos 

para sus amados nietos, y para su hija Daniela había tejido con amor una bufanda

roja, adornada de flecos. Tenía cierta ilusión doña Laura, cuando se acercaba la

navidad. Su hija Daniela no se había atrevido a confesarle que en este año, no 

pasarían el 25 de Diciembre junto a ella; ¿para qué hacerla pasar un mal rato a su

madre, antes de tiempo? así que prefirió callar.

El día 22 viajó Sebastián con su esposa e hijos hacia la ciudad de San Juan. En él

ardía el deseo de volver a ver a sus padres después de tantos años.

La señora Laura amaneció tranquila aquel día 25 de Diciembre. Se veía la nieve caer

por las ventanas. Ella se había vestido con su mejor bata, la estampada con flores 

lilas; la más nueva, aquella que su amada Daniela le había obsequiado hace poco

en su cumpleaños;

quería sorprender a su hija, y que la viera con esa bata hermosa, de felpa, que había

reservado para estrenarla en esta fecha.

La mañana transcurrió en paz. Las buenas enfermeras les llevaron galletas crocantes

a los ancianos, y vasos rebosantes de chocolate caliente.

Llegaron luego a visitarlos varios jóvenes disfrazados de payasos, haciendo sus muecas

y malabares; también actos de magia para entretener a los enfermos, a los ancianos 

tristes.

Y de pronto se instaló el atardecer con su frío que calaba hasta los huesos, y la señora

Laura empezó a inquietarse. Se dio cuenta que las visitas iban llegando a muchos 

ancianos, pero como siempre también habían algunos viejos olvidados; sin ningún

familiar que los consuele, sin nietos que les endulcen la vida; y no sospechaba doña

Laura que ella sería una de las más olvidadas aquella tarde.

Cayó lento el crepúsculo….y alguien por allí encendió una radio, y las notas de un 

nostálgico villancico llenaron la estancia.

La abuelita Laura rompió en llanto al notar que ya  las visitas se iban retirando. 

¿Y su hija, y sus amados nietos? no era posible….¡ya no llegaban!

Cuando salió la última visita, las enfermeras cerraron el alto portón de la casa de 

reposo. Se escuchó el chirrido del cerrojo. Luego un gran silencio mezclado con 

algunos gemidos que provenían de alguna cama, a veces alguna tos persistente se oía

a lo lejos. Luego nada.

La pobre abuelita contemplaba sus tesoros que guardaba escondidos en su cesta de 

mimbre, los gorros y guantes para sus niños, mientras sus lágrimas resbalaban

copiosamente. A la mañana siguiente, todo parecía igual; los mismos ruidos….y las 

enfermeras descorrieron las cortinas de la gran habitación llena de camas tristes,

cubiertas por cuerpos flacos, mustios, ancianos con sueros en las venas, otros con sondas

urinarias, algunos se quejaban, otros pedían agua.

Solamente la abuelita Laura Márquez, había amanecido quieta, extrañamente quieta.

Había gran palidez en su rostro rígido; una enfermera se acercó a tomarle el pulso, y

el corazón de esa madre, ya no latía, ya no había vida en esa tierna abuela.

La noche anterior el dolor le rasgó el alma, y la soledad la mató.

Por eso, amigos, ustedes que me leen nunca abandonen a sus padres en un oscuro 

asilo.  Vean por ellos hasta el último momento. Vale la pena el sacrificio, porque  una

conciencia en paz, es el mejor regalo que nos podemos hacer a nosotros mismos.

                                                                            FIN

 

Ingrid Zetterberg

 

Presentimiento de madre

PRESENTIMIENTO DE MADRE

Corría el año 2,002 en la ciudad de Lima Perú… eran tiempos navideños, 

y en la casa de los Vargas ya todo estaba bellamente adornado. Ellos eran

una familia pudiente, que habitaban uno de los barrios más residenciales

de la ciudad. Tenían tres hijos, dos varones y una jovencita de apenas 19

años de edad.

Por ser casualmente jóvenes adinerados, estaban llenos de amistades 

e invitaciones a fiestas cada fin de semana.  La hija de los Vargas, por ser

la más joven, se había acomedido a colocar junto con su madre, (doña

Angélica) el árbol de navidad, alto y fastuoso, lleno de cintas de colores…

adornos de cristal y luces intermitentes…

Esta jovencita de nombre Luana, era un torbellino de alegría…mientras

iba decorando el árbol de navidad, quiso colocar un CD con villancicos…

y toda la casa se llenó de ese ambiente navideño tan bello y musical.

Eran felices…los hermanos mayores ya estaban por culminar sus estudios

en la universidad, y francamente eran el orgullo de sus padres, pues 

a ambos se les habían otorgado becas por sus altas calificaciones.

Luana a su vez había elegido la carrera de arquitectura, y le iba bastante

bien en una de las más prestigiosas universidades de la capital limeña.

Era la única hija mujer de aquella pareja de esposos, Mario y Angélica, que

hacía poco habían festejado sus 30 años de feliz matrimonio.

Había mucho movimiento en casa de los Vargas, aquella mañana de 

Diciembre….De pronto llamaron por el intercomunicador, y era un 

empleado de la florería Rosatel….con un inmenso ramo de rosas….encima

llevaba una fina tarjeta con un nombre y una dedicatoria cariñosa para la 

joven Luana, que saltó de emoción al recibir tal obsequio, pues ella conocía

bien al remitente de dicha tarjeta.  Se trataba de un pretendiente que había

conocido en la universidad.  Y escondido entre aquel ramo de rosas se hallaba

un sobre, ….Luana lo abrió muy inquieta y curiosa; se trataba de una 

invitación a una discoteca de nombre: «Fantasías», justamente para asistir

dos días antes de navidad.

Luana se entusiasmó mucho, pues se trataba de la inauguración de una

discoteca en las afueras de la ciudad….exactamente en un balneario de verano.

Corrió alborozada a contárselo a su madre, que no recibió la noticia con mucho

agrado, por tratarse de una fecha muy próxima a la noche buena. Pero 

finalmente doña Angélica accedió, a pesar de una extraña sensación que de pronto

la invadió….como un malestar…un presentimiento que trató de ahuyentar, y 

pensó para sí misma: No, no es nada, deben ser mis nervios….y prosiguió sus 

faenas del hogar.

Toda esa semana anterior, madre e hija fueron juntas a hacer las compras 

navideñas, y se entusiasmaron con los regalos y detalles para cada miembro

de la familia….Ya el árbol alto y bello estaba rodeado de obsequios envueltos

en lujosos papeles con cintas satinadas.

Hasta que finalmente llegó el día en que Luana iba a estrenar un hermoso

vestido color lila, (su color predilecto) para asistir con su amigo a la citada

discoteca.  Se miró en el espejo y se roció sobre su blonda cabellera un exquisito

perfume. Entonces la empleada del hogar subió a avisarle a Luana que un joven

la esperaba en la sala. Ella bajó contenta, se despidió apresurada de sus padres

y se encaminó al auto del pretendiente.

Al fin llegaron a la discoteca.  Era el 22 de Diciembre. Todo parecía normal al

principio, había el natural bullicio de tanta juventud reunida. La música llenaba

el ambiente apenas iluminado por bombillas azules….todo a media luz…casi no

se veían las caras, pero eso era lo de menos, lo importante era el roce de los 

cuerpos, la música contagiante….cuando de pronto el lugar empezó a llenarse

de una humareda, pero nadie entendía la razón. Y en menos de un minuto

alguien gritó: ¡Fuego! y claramente se podían apreciar altas llamaradas que subían

lamiendo las paredes, mientras los gritos se confundían con el pánico.

Todos los jóvenes buscaban afanosamente la salida, y no la hallaban en esa 

terrible oscuridad….las puertas de emergencia estaban cerradas, se iba agotando

el oxígeno….mientras la desesperación crecía entre los presentes allí reunidos.

Luana perdió de vista al joven que la acompañaba, y se refugió en lo que creyó

sería su salvación: Fue a esconderse en el baño junto a muchas chicas que 

lloraban y gritaban, algunas ya tosiendo con ahogos por el humo aspirado.

Transcurrieron por lo menos dos horas, hasta que la noticia llegó a  través de 

algunos jóvenes que lograron salir a tiempo de aquel terrible incendio…hubieron

algunos actos heroicos, muchachos que pudieron sacar a rastras a algunas chicas

aterradas, salvando así sus vidas, pero el cuerpo de Luana fue encontrado por los

bomberos aquella noche, escondido en el baño en posición fetal…ya estaba

muerta.

Doscientas vidas jóvenes se perdieron aquella fatídica madrugada por fallas 

eléctricas en aquel establecimiento.  Doscientas familias quedaron destrozadas

y sin navidad, para quienes ya nada jamás sería igual.

FIN

 

Ingrid Zetterberg

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